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Lo callado se agiganta

Las teorías freudianas ya lo habían advertido: la realidad sin palabras se convierte en algo denso, difícil de procesar. Incluso lo intuyó la Iglesia católica: ¿acaso la confesión no es una forma de hablar sin temer a que lo dicho se haga público dado que el secreto queda asegurado?

Los abuelos de Marcela no vivieron directamente el Holocausto -estaban en la Argentina- pero perdieron a gran parte de su familia en manos del nazismo. Ni siquiera supieron con exactitud cómo fue, pero esa sensación de orfandad que los embargó no quisieron transmitirla. Ahora los nietos la exploran, forma parte de un legado que se quiere -se necesita- conocer.

Algo sé del tema. Mis abuelos paternos llegaron de la Rusia zarista antes de la Revolución del 17. La habían pasado mal. Para ellos, cruzar el Atlántico fue comenzar otra vida: nunca mencionaron cómo había sido su infancia cerca de Kiev. El pasado oscuro se cerraba, la realidad comenzaba de nuevo en el Río de la Plata. Y sin embargo, me hubiera interesado saber más de aquel tiempo, aunque duro y violento (dicen -mi abuelo nunca me lo contó- que mi bisabuelo fue asesinado en un progrom de los cosacos y él lo vio desde abajo de la cama).

Pero estos silencios no son los únicos. Existen también los que se asocian al oprobio. Algunos sostienen que es la moral burguesa, pero no lo creo. Pasó en los países comunistas y sucede también en las sociedades teocráticas. La gente calla. Calla lo que le da pena, lo que prefiere no recordar. Calla lo que le da vergüenza.

Cuando yo era chico, una amiga de mi mamá tenía un hijo ya adulto. Algunos decían que era “raro” (máscara para catalogarlo de gay). Recuerdo que mi mamá una vez dijo “El muchacho no debe tener nada. Sólo se quiere parecer a la madre”. Y por eso habría sido amanerado. Qué potente vivir en una época donde las cosas -estas cosas, al menos- ya se dicen sin sofoco ni rubor.

Muchas veces lo que queda debajo de la alfombra es bastante nimio, pero el hecho del ocultamiento le agrega un secretismo que lo agiganta innecesariamente. Hablemos, pues, que para eso somos humanos.

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